miércoles, 30 de junio de 2010
Tenemos a un ganador; tenemos a un soñador.
Un día, un señor ya mayor de edad, decidió mientras tomaba su café matutino que iba a escalar la Torre Eiffel. Sí, así como lo oyen, la estructura de hierro de más de trescientos pies iba a sostener al anciano que en ese momento buscaba con ansias dar un giro a su vida. Desistía de la idea de tomar las escaleras o los elevadores; quería probar la fuerza remanente de sus huesos, de sus manos, de sus pies que anteriormente le habían servido de mucho. “Si no aguanto, pues me muero, no tengo nada que perder”, pensó el personaje de nuestra historia. “‘La vida’ dirían muchos, pero de eso me queda poco, lo que iba a pasar ya pasó, sólo permanece mi existencia y esta silla de madera vieja”, agregó al cabo de algunos segundos.
Nuestro King Kong (en espíritu solamente porque el físico no tiene semejanza alguna) parisino se dirigió al baño donde abre el botiquín de sus medicamentos, toma agua de la pluma, y una por una va tragando la vitamina E, la vitamina C, la vitamina B5, la píldora energética, el jarabe para la garganta, la pastilla de la presión, y dos otras que el doctor le recetó y de las cuales no conoce uso. Sintió que necesitaba una empujadita extra, sólo si acaso en el camino se retractaba; salió de la casa y caminó hacia la bodega de la esquina. Monsieur Levon sonrió y saludo con cortesía al tan respetado zapatero del pueblo. Sorpresa aquella que se llevó cuando nuestro camarada le dice que quiere un Red Bull. Monsieur Levon trató de convencerlo para que no consumiera una bebida tan dañina por toda la taurina que contiene, pero el viejito cascarrabias le respondió en tono elevado: “Pero tú la vendes, trátame como a un cliente normal que estoy muy grande como para niñeras”. Luego de unas que otras palabras, recibe la lata de Red Bull y sin pensarlo dos veces ya los gases se revoloteaban en su estómago.
De vuelta en casa, merodeaba y pensaba en otras cosas que necesitaría y de repente se acordó de las desgastadas botas de combate que utilizaba en la milicia cuando joven. En el clóset, en algún lado debían de estar; buscó y buscó hasta que los nervios de su espalda empezaron a molestarle. Su espina dorsal necesitaba desde hace años un ajuste terapéutico pero el señor se negaba rotundamente a ponerse en manos de un completo extraño. Se quejó por algunos minutos, fastidiado por no encontrar sus “chaussures”, hasta que dio con ellos detrás de una caja que ahora estaba toda mohosa donde él, en algún momento de su vida, guardó las cartas y obsequios memorables de personas allegadas. Metió la mano en ella por pura curiosidad y sacó su diario de cuarto de primaria en L’ école aux Rivière. Empezó a leer un extracto que estaba fechado en Junio 5 de 1936 (tiempo para el cual el tirano de Hitler todavía no había puesto sus devoradoras garras sobre Francia) y se reía sin cesar, lágrimas involuntarias corrían por su cara, luego carcajadas, luego la falta de respiración y todo porque ese día había confesado su eterno amor por su profesora de literatura, Madame Menars, y comparaba su voluptuoso cuerpo con “la más magnífica obra de El Greco durante el renacimiento veneciano”. Luego de recuperarse de ese tan inusual episodio, miró la hora en el reloj de pared que le decía que era tiempo para llevar a cabo su plan maestro.
Emprendió su aventura con todo lo necesario a mano: cuerda, un arnés, guantes, y lo demás te lo dejo a la imaginación. Tenía un sudor incesante, no se sabe si por los nervios o era solamente la edad, pero pudo fácilmente haber creado un charquito para al menos tres patitos. Resignarse a lo que le había tomado mucho coraje de su parte le resultaba insólito, no, no era una opción. Mientras que la dubitación tomaba la mitad de su pensamiento, la otra mitad se concentraba en todo lo que nunca se había atrevido a hacer. Nunca tuvo una idea descabellada, se pasó la vida pasándola, seguía los parámetros sociales debidos, era un buen muchacho que en la adolescencia repartía periódicos y luego le pareció que lo más correcto era ser un militar ¿No era aquello lo que hacían todos en ese tiempo? Estaba ya harto de la razón, así que paró de maquinar y procesar todo y querer controlar lo incontrolable. Lo que en la mañana era descabellado, en estos momentos le resultaba totalmente natural y orgánico.
Llegó al centro del país, bajo el cielo iluminado en lo que parecía un color turquesa y vio el símbolo del amor universal, esa torre que se paraba como una gigante frente a nuestro héroe. Caviló que debía felicitar, aunque sea en la tumba al Monsieur Gustave, a aquel que ideó algo tan hermoso, y tan a tono con el ecosistema que formaba el paisaje. Se sujetó al costado de la estructura que resultaba ser más fría de lo que tenía previsto cuando sintió que alguien tocaba su hombro. Al darse vuelta se encaró a nada más y nada menos que un guardia municipal que lo inspeccionaba minuciosamente con su mirada, buscando cualquier signo de anomalía en lo que parecía ser un señor normal de la tercera edad. El sueño de nuestro héroe se vio frustrado cuando el guardia le pidió que lo acompañara a un cuarto para revisar su macuto. Al humilde zapatero no le quedó de otra que obedecer las órdenes de su compatriota que sólo velaba por la seguridad nacional; y esto le produjo simpatía hacia el sujeto que al fin y al cabo, al igual que él, por mas insubordinado que fue por un par de horas, se tenía que someter al sistema. De ésta historia no me preguntes más porque no sé que fue de él, pero mitos y leyendas dicen que volvió a casa una persona discrepante a lo que una vez fue. A este personaje supuestamente lo invadió la altanería porque “se atrevió”.
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